viernes, 9 de julio de 2010

Romeo y Julieta

Romeo encontró muy tarde a Julieta.
El frisaba los ochenta y ella veinte apenas. Pero el flechazo de amor fue irrevocable. Por eso ahora no importa que, al verlos por la calle, la gente murmure: "Romeo y su nieta".



* Leyenda popular.

miércoles, 31 de marzo de 2010

¿Quién mató al Pachacuás?

Roberto Ramírez Bravo

A los doce años, Toño Pachacuás mató a su padre, a los catorce a su abuelo y a los dieciséis a uno de sus vecinos. Nunca estuvo mucho tiempo en la cárcel porque la primera vez se dijo que había sido un accidente, la segunda, que era menor de edad, y en el tercer asesinato no hubo nadie que testificara en su contra a pesar de que todos en el callejón sabían que él había matado al Olivas.

Así que apenas entrado en la mayoría de edad, era un asesino profesional. Siempre drogado, era el rey del barrio: asaltaba transeúntes, entraba a las casas para robar y se apedreaba con los vagos del barrio del Pozo de la Nación. Vendía mariguana y pastillas, desmantelaba carros y asustaba a las señoras. A veces, sin mucho afán, se ocultaba detrás de un poste con El Piojo para agarrarle las nalgas a las muchachas que salían de sus viviendas rumbo a la secundaria.

Por eso a nadie le sorprendió encontrarlo muerto una madrugada de agosto, con los ojos abiertos y todo el pecho destazado como un marrano. Su madre María Teresa lloró durante nueve rigurosos días y luego se encerró en su luto silencioso. Mientras tanto, su hermanita Rutila atendía a las visitas.

Lo que nadie pudo entender nunca fue el interés que mostró la policía en el caso.
El mismo día en que apareció el muerto en el callejón, los lentes oscuros del comandante Jacinto Vélez destacaron entre la multitud del velorio.

—¿Tú estuviste con él toda la noche? -preguntó a Lichita, la novia del muerto.

—No.

—Es mejor que no mientas. Sabemos que se ponían en la esquina, debajo del árbol y cogían casi a la vista de todos. Mejor dime la verdad.

Era cierto. Esa noche Lichita había estado con él, e hicieron el amor en la oscuridad que les procuraba el frondoso tule. Así era siempre desde que una mañana el Pachacuás se paró frente al uniforme blanco y gris que usaba la Lichita para ir a la secundaria, le arrebató la cadena que llevaba en el cuello, y al verla inmóvil del susto se le antojó levantarle la falda, le bajó las pantaletas y con los dedos acarició el pubis, y jugó con él hasta que la vio temblar y la sintió desfallecer. Desde entonces eran novios, aunque era una relación extraña para todos, porque nadie podía entender que una niña que era tan dedicada a su escuela tuviera tanta adicción por un asesino despiadado que siempre andaba drogado y metido en líos.

El comandante Vélez la interrogó el mismo día del velorio, a pocos metros de la casa. Los vecinos recuerdan que era una tarde brillante y el policía se protegía del sol con sus gafas negras. A través del cristal oscuro, la Lichita percibió la luz de aquellos ojos que la interrogaban. “No”, dijo. No sabía nada, no había visto nada. “Así es siempre en los asesinatos de mariguanos”, pensó él: nadie sabe nada. “Ten cuidado con lo que me dices”, le advirtió: “después volveré para platicar contigo”.

Luego tocó el turno, el mismo día, al Solín y el Maya, amigos inseparables del muerto, quienes tuvieron que ser pescados por un comando de la judicial cuando fumaban yerba en el parquecito de La Iguana, a las nueve de la noche.

—Tú sabes... -le dijo el comandante Vélez al Solín mientras le rompía los dientes-: mejor dinos quién fue.

Solín se deshizo en llantos. “Por mi madrecita, mi jefe, nosotros ni anduvimos por aquí esa noche, verdad de Dios”. El Maya se movía sin comprender. Era alto, pero sus movimientos eran torpes. Llegó al barrio siendo un niño y nadie supo de dónde venía, pero ya desde entonces se notaba desde lejos el retraso en sus facultades mentales. Nunca el Maya le había hecho daño a alguien, pero todas las mujeres le tenían miedo por sus pasos de gigante, por su cara deforme y por la baba que siempre traía en las comisuras de los labios.

—Cierre el caso -le sugirió al comandante uno de sus subordinados-: a este muerto no lo reclama nadie, y todos están contentos con lo que le pasó. ¿Para qué buscarle?
Vélez lo miró sin coraje.

—Nos pagan para eso, para investigar -dijo.

Desde el parque de La Iguana se divisaban la bahía de Santa Lucía y todos los barrios viejos de Acapulco, iluminados por las luces artificiales. Vélez se sentía cansado. No había comido bien y se estaba acordando de su hija Marina, que al igual que la Lichita, estaba estudiando la secundaria. ¿Dónde estaría ella en esos momentos, mientras él trabajaba? Sabía, desde antes de preguntarles al Solín y al Maya, que ellos no habían matado al Pachacuás, porque ellos estuvieron esa noche en Caleta, donde asaltaron una tienda de abarrotes. Lo había comprobado bien, pero de todas maneras quiso interrogarlos. Algo debían saber. Pero no consiguió nada y, por si las dudas, los subió a la patrulla y se los llevó detenidos. Después volvería a hablar con ellos.

Asunto Santiago se preocupó cuando vio llegar la camioneta de los policías frente a su casa. El Pachacuás había asesinado a su hermano el Olivas siete meses antes, y en consecuencia, Asunto era el principal sospechoso del crimen.

—Acompáñanos -dijo Vélez, y se lo llevó del brazo, como a un viejo camarada.

—Yo no hice nada, comandante. Ese día estuve encerrado viendo la televisión, yo solito en mi casa.

El comandante sonrió: “No tiene coartada”. Pensaba que la muerte del Pachacuás no era un caso aislado y podría conectarse con la red local del narcotráfico y eso a él le serviría de mucho, pues no sólo se trataba de resolverlo sino de ir más allá, asestándole un verdadero golpe al crimen organizado que a él lo proyectara dentro de la policía.

—Sabemos que el Pachacuás y tu hermanito El Olivas eran... tú sabes: novios. Pero una vez tu cuñadito se drogó y apuñaló a tu hermano. Lo mató, así sin más, sin misericordia. Ahora tú cobras venganza. Dinos cómo fue.

—Yo no lo maté, mi jefe.

Asunto vestía una bermuda vieja y una playera con un desnudo de Gloria Trevi.

—Llévenselo -dijo el comandante a sus policías-, ya saben lo que tienen que hacer con él.
Lo demás fue rutinario. Lo llevaron al cerro del Tanque, por la zona de los hospitales, donde no había nada más que árboles, lo golpearon, le metieron la cabeza en una bolsa de plástico para asfixiarlo, lo colgaron de las manos durante casi una hora, lo patearon en los huevos. Desde su sitio, Asunto miraba el puerto dormido, las luces silenciosas de la bahía. Un barco resopló a lo lejos.

—Se me hace que éste también es como el hermanito. ¿Y si nos divertimos con él? -sugirió un policía.

Asunto no resistió más y terminó por confesarse culpable. Narró cómo estuvo espiando desde las once de la noche a la parejita debajo del árbol de tule. Tenía tiempo haciéndolo, esperando la oportunidad de caerle encima y matarlo, pero Pachacuás siempre se iba después de terminar con la Lichita. Esa noche no. Esa noche permaneció en el mismo lugar bien drogado, y la chamaca se fue sola por el callejón. Serían las dos de la madrugada y no había un alma en el lugar. Entonces lo mató.

—¿Con qué?

—Con un cuchillo cebollero. Le di hasta cansarme. Luego me fui y me encerré a dormir como si nada. Nadie me vio.

Vélez advirtió la grieta en la declaración de Asunto. Pachacuás había sido asesinado con un objeto que se parecía más a un hacha que a un cuchillo cebollero. Pero no dijo nada. Tal vez el detenido mentía para confundir. “¿Dónde está el arma?”, preguntó. “No sé -dijo Asunto-. Yo la dejé en el mismo lugar porque no supe qué hacer con ella”.

Después vino el papeleo, y tres días más tarde, ya repuesto de los golpes, el detenido fue puesto a disposición del agente del ministerio público y presentado a los periódicos. Asunto encerrado, asunto concluido.

El comandante siguió dando vueltas por el barrio, siguió preguntado “para hundir más al asesino”, siguió visitando a la madre y a la hermana del muerto, se hizo amigo de los vecinos y era invitado a tomar café con las familias o un trago con los borrachitos, hasta que un buen día se presentó a la casa del difunto y encontró a Rutila, la hermana, sola.

La niña bajó la mirada al verlo, y con sus manos cubrió instintivamente sus pechos incipientes. Èl la observó despacio. Tendría unos catorce años y su pelo lacio y largo mostraba el descuido en que vivía, su ropa era sucia y vieja, sus uñas llenas de mugre y su mirada triste.

—¿Por qué lo mataste? -preguntó Jacinto Vélez sin transición.

Rutila tembló y sus ojos brillaron.

—Porque ya no quería que me siguiera violando. Todas las noches lo hacía, desde hace dos años. Empezaba con la Licha y terminaba conmigo. Mi madre y yo le teníamos tanto miedo...
Luego le mostró el hacha, pequeña pero suficiente para destrozar a un marrano. Le contó que llevaba varios días espiándolo cuando se reunía con su novia debajo del árbol de tule pero él nunca se quedaba solo. Y cuando iba a su casa para buscarla a ella, el miedo la paralizaba; además no era cosa de matarlo en la casa sino en la calle. Pero esa noche la Licha se fue y él se quedó dormido bajo el árbol, bien drogado. Así que aprovechó y lo mató.

—¿Me va a llevar presa? -preguntó con apenas un hilo de voz.

Jacinto Vélez lamentó no encontrar la conexión de la red de narcotráfico. Luego vio a la jovencita. Si no estuviera tan sucia sería idéntica a su hija Marina, aunque en cierto modo se parecían en el cabello, en la forma de cubrirse el pecho con los brazos cruzados, en la cara de espanto, en el temblor de sus manos y en los muslos bien formados y las caderas redonditas y tiernas. Estiró una mano y le acarició el mentón, luego pasó los dedos por el pelo enmarañado de la niña, la atrajo hacia sí y con mucha delicadeza le dio un beso en la mejilla apretando su cara contra la de ella.

—No te preocupes -le dijo en el oído-. Este caso ya está cerrado.

Y suavemente rodeó el talle femenino en un abrazo largo, muy largo.

martes, 30 de marzo de 2010

La Kaikema y otros relatos

Roberto Ramírez Bravo

Cuando supe que iba a leer un libro que no tenía signos de puntuación pensé que sería una tarea difícil, pues como sabemos los signos -el punto, la coma- son elementos de un código que nos permite enlazar nuestro mensaje con el receptor.

Sin embargo, al leer La Kaikema y otros relatos, de Isaías Alanís (editorial Sigla, 2009), me llevé la grata sorpresa de que la presencia de estos caracteres no sólo no era necesaria en la particularidad del texto, sino que su ausencia se agregaba como un elemento novedoso y enriquecedor del mismo. ¿Cómo pudo hacerse la magia de convertir una ausencia notoria en una notable presencia? Eso es algo que tal vez el propio autor en su momento podría explicar.
La Kaikema y otros relatos es en esos términos una propuesta innovadora, pues se plantea una nueva forma de concebir y de expresar el lenguaje, que si bien puede tener algún referente en El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez, en Todos los nombres, de José Saramago, o en la obra de Lezama Lima, no es ni uno ni otro, sino una nueva propuesta.

En alrededor de 300 páginas, Isaías Alanís cuenta 18 historias sobre la vida en algún lugar de la costa, con sus personajes, sus leyendas y sus fantasías, donde, sin embargo, los únicos nombres de lugares que se mencionan son aquéllos que no forman parte directa de la historia, como Cuernavaca, el Distrito Federal, Africa y otras ciudades de Europa y Canadá, pero no se indica con claridad en qué pueblo de la costa se desarrollan las historias.

Al leerlo, uno se encuentra con un libro difícil de clasificar, pues raya los linderos entre los géneros. ¿Es una novela, son cuentos, son relatos, es poesía, es un documental? Yo diría que es, a la vez, todo eso junto. El libro narra la historia de un profesor universitario, escritor, que hace su vida entre el DF y Cuernavaca, y que visita la costa cada año -siempre alrededor de los mismos personajes pero siempre llevando a diferente mujer como acompañante-, y con la guía básica de Tiburcio Sabucán, el hombre que fuma tabaco, los habitantes del pueblo le van narrando sus historias. En ese sentido es una novela, donde las narraciones, separadas, tienen un hilo conductor en la búsqueda que hace el escritor-narrador y, en conjunto, cuentan la historia fundacional de aquel pueblo, que puede leerse de corrido, a saltos o de atrás para adelante. Al fin de cuentas, los personajes se mueven de un relato a otro y van apareciendo en el contexto que ya tenían en el anterior, o que van a tener en el siguiente, según sea el orden de la lectura.

También es un libro de relatos, porque cada una de las 18 historias es completa e independiente en sí misma. Y, como se sabe, entre relato y cuento hay una mínima pero significativa diferencia, y al trascender el mero hecho de contar anécdotas, nos encontramos que es también un precioso libro de cuentos, donde los hechos cotidianos aparecen reinventados, con un universo propio y redondo como sólo el cuento es capaz de proporcionar.

Si bien no es un libro de poemas, en el sentido tradicional, su narración tiene un alto registro poético donde, por ejemplo, un árbol no sólo es un árbol, sino una parte revalorada, reinterpretada, de la visión del cosmos que tienen los propios personajes.

La Kaikema y otros relatos es, en ese sentido, hasta cierto punto, un libro inesperado. Es un libro que retoma el mundo regional, el submundo de las leyendas, pero que está muy lejos de ser un texto pueblerino escrito sólo para recoger aquello que cuentan los mayores. Es la reinvención de ese género, su modernización y una novedosa puesta en escena. Es contar las leyendas de otra manera y de otra perspectiva, con un lenguaje inusual.

En sus páginas desfilan personajes como La Kaikema, que representa a la mujer que se aparece en lo oscuro del bosque -en este caso, en el manglar, en el estero- para seducir a los hombres y llevarlos, como sugiere la leyenda, a la perdición. Pero esta Kaikema ofrece una perdición llena de erotismo, de placer, de sensualidad desbordada, una especie de infierno que en realidad es una forma sublime de la noción del paraíso.

Los alagartos, misteriosos saurios con alas, un poco humanos, un poco monstruos, que según la leyenda habitan el pantano; y los ángeles -el homosexual, el que en forma de niño prodiga sexualidad a sus feligreses, los arcángeles- son otros de los seres mágicos que pueblan el libro.
Sin embargo, más allá de las historias de pueblo, Isaías Alanís nos asoma a otras realidades menos fantásticas: la del narcotráfico, la de la guerra sucia -donde “la aparecida” no es sino una desaparecida política a la que el ejército se llevó 15 años atrás, durante los tiempos de la represión, y que ha vuelto-, la de los curas “putos y pederastas”, y la de los asesinatos políticos.

En conjunto, Isaías Alanís nos muestra un mundo no sólo integrado a través del lenguaje y una reinterpretación de su uso, sino una nueva mirada a las tradiciones y al mismo tiempo un registro del tiempo real, actual, histórico, que no tiene de fantástico sino la forma en que se narra.
Lo más gratificante es que el libro no es sino sólo la primera parte de una trilogía que, como él mismo dice, amenaza con publicar en breve.

* Texto leído en la presentación de La Kaikema y otros relatos, el viernes pasado en La Casona de Juárez.